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Chile: It’s Not Thirty Pesos, It’s Thirty Years

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Image: Ellie Cook

Online Editor Ellie Cook writes about the spiralling chaos and widespread political protests spreading through Chile.

Como la violencia, la polémica y el activismo chileno entran en una cuarta semana caótica en la capital, Santiago, parece que el gobierno ha perdido el control sobre las manifestaciones espontáneas que han estallado desde Iquique en el norte del país hasta Puerto Montt, situado en el borde de la Patagonia chilena. La agitación social, que ya ha alcanzado los niveles más altos desde el final de la dictadura militar del General Augusto Pinochet en 1990, ha paralizado mucha de la actividad cotidiana del país latinoamericano.

Inicialmente, fue la decisión del presidente chileno, Sebastián Piñera, de elevar las tarifas del metro en Santiago lo que provocó las manifestaciones; esta política hizo que una de las redes de transporte público más caras de América Latina se convirtiera en casi inalcanzable para la mayoría de sus usuarios diarios. Impulsadas en primer lugar por estudiantes, los manifestantes animaron a la gente a no pagar los billetes e incorporarse a las protestas pacíficas. Unos comentarios mal juzgados de prominentes figuras gubernamentales, sugiriendo que los pasajeros ‘viajaran antes de las 7 de la mañana cuando cuesta menos’, sólo han servido para echar leña al fuego de las manifestaciones que se incendió a mediados de octubre y que ha ido adquiriendo un significado mucho más profundo en Chile desde entonces.

Sebastián Piñera en Twitter

Éstas han sido meramente un catalizador para la vocalización de un malestar extensamente arraigado. Las manifestaciones, que han cubierto lo largo y ancho del país, han llegado a encarnar un clamor de indignación y, cada vez más, una demanda implacable para la reforma social. Entre la desilusión por una élite plagada por escándalos de corrupción, una clase media no capaz de mantener el ritmo de un coste de vida que aumenta constantemente, salarios bajos y una pobreza creciente, tales manifestaciones han tomado una postura contra los cuentos de hadas de prosperidad alabados por el llamado “neoliberalismo de derecho”. Existe un choque entre las cifras presentadas para demostrar una bonanza chilena y una realidad distinta- la que los manifestantes se han comprometido a revelar. En vez de pintar un retrato de una “historia de éxito latinoamericano”, los manifestantes chilenos pretenden dar visibilidad a, por ejemplo, el hecho de que un informe de las Naciones Unidas publicado en 2017 denominó a Chile como “el país más desigual de la OCDE”.

La privatización y la marginalización son las palabras en boca de todos los que reclaman una pizca de igualdad para una sociedad en la que la riqueza sumada de los billonarios chilenos equivale a un abrumador cuarto del PIB del país entero.

Los fundamentos socioeconómicos bajo los gritos y las pancartas resultan esclarecedores. El legado aun visible del antiguo dictador, General Augusto Pinochet, es uno ubicuo en cualquier análisis de la sociedad actual chilena, en la cual la enorme brecha de riqueza – que sigue creciendo- tiene sus raíces en las estrategias económicas formuladas y efectuadas por el mismo. Hoy en día, se ve una desigualdad duramente marcada. La población en paro, la cual es de un 55%, se ve amenazada por la naturaleza transicional de muchos puestos- que encima son escasos. Éstos son un par de factores claves que figuran en la polarización de la riqueza. Es más, no es un clamor de sólo una cara. Por ejemplo, en Temuco unos manifestantes indígenas derribaron una estatua del conquistador español Pedro de Valdivia. En resumidas cuentas, la privatización y la marginalización son las palabras en boca de todos los que reclaman una pizca de igualdad para una sociedad en la que la riqueza sumada de los billonarios chilenos equivale a un abrumador cuarto del PIB del país entero.

Éste es el telón de fondo para la salida de más de un millón de personas a las calles de Santiago en un solo día. Afrontando esta enorme movilización social, los esfuerzos del gobierno chileno para extinguir las fogatas han resultado contraproducentes. El mismo Sebastián Piñera que se ha visto como un blanco para la ira pública; declaró un estado de emergencia, impuso un toque de queda, mandó al ejercito a dispersar las manifestaciones y autorizó el uso del gas lacrimógeno; medidas que  no han calmado el enfado de los que éste ha llamado “un enemigo violento”. El presidente billonario ha formado parte del mantenimiento de modelos económicos laissez-faire nostálgicos de la época dictatorial; la perpetuación de dichos modelos ha sido una característica constante de la política económica de las últimas décadas. Para la población chilena gritando en plena calle, él es parte del problema.

Un índice de valoración pone el apoyo público en un 84 por ciento de la población chilena: esto resulta increíble teniendo en cuenta el trastorno causado por las manifestaciones

El viernes 18 de octubre se señaló un recrudecimiento de las manifestaciones; fueron comunicados incidentes de vandalismo, daños a propiedades, y varias estaciones de metro prendieron con fuego durante el pillaje El gobierno respondió con pánico y fuerza militar. Tal reacción no ha sido solo controversial sino que hasta el Instituto Nacional de Derechos Humanos ha entablado pleitos contra el ejército, incluso por violencia sexual y homicidio. Esto ha servido para aumentar el apoyo público a las manifestaciones. Un índice de valoración pone el apoyo público en un 84 por ciento de la población chilena: esto resulta increíble teniendo en cuenta el trastorno causado por las manifestaciones. Más de 20 personas han perdido la vida en las últimas 3 semanas, se han detenido a más de 7.000 personas y aproximadamente 1.700 han resultado heridas; una estimación actual coloca los daños provocados en un coste de un billón de dólares, además de las perdidas financieras de negocios en el país que se estiman en un 1,4 billón de dólares. Aun así, no parece que haya todavía luz al final del túnel para la vuelta del orden social en el país.

Estas manifestaciones han provocado que se cancelaran unas cumbres internacionales que fueron programadas para tener lugar en Chile indicando que los manifestantes han logrado su meta de socavar la propaganda de una ‘historia de éxito latinoamericana’. Aunque Piñera ha descartado los aumentos planeados de las tarifas del metro, ha obligado a su gabinete a dimitir y ha hecho aparición en la televisión nacional, pero sus esfuerzos y palabras conciliadoras han caído en oídos sordos. La desigualdad enraizada en la sociedad chilena ha llegado a un punto crítico, y entre los gritos de ‘no son treinta pesos, son treinta años’, es difícil predecir qué provocaran las manifestaciones en las próximas semanas.


As the violence, polemics and activism in Chile threaten to enter a fourth week in the nation’s capital, Santiago, the government appears to have lost control of the nation and the spontaneous, leaderless protests breaking out from Iquique to Puerto Montt on the edge of Chilean Patagonia. The civil unrest, the most marked since the end of the military dictatorship of General Augusto Pinochet in 1990, has brought much of Chilean quotidian life to a chaotic halt.

The protests were originally sparked by President Sebastián Piñera’s decision to increase the cost of metro travel in the capital city, Santiago; this move made one of Latin America’s most expensive public transportation networks into one almost out of the economic reach for many commuters and daily users in the city. Initially a student-dominated protest of fare-dodging and peaceful protesting, ill-judged comments made by prominent governmental figures for travellers to merely ‘travel before 7AM when fares were cheaper’ only fanned the flames of the protests that erupted in mid-October that have come to take on a significance of far deeper profundity in Chile.

Sebastián Piñera via Twitter

These were merely the catalyst for the articulation of more acutely experienced and entrenched social malaise. These protests, spanning the length and breadth of the country, have come to embody a social outcry of indignation and an unrelenting demand for reform. Between disillusionment with an elite plagued by scandal and corruption, a middle class unable to keep pace with high costs of living and low incomes and rising poverty figures, these protests are also consciously opposed to illusions of the prosperity lauded by what has been labelled as right-wing neoliberalism. There is a tension between figures presented to indicate prosperity in Chile and the reality that the protestors are so determined to expose. Rather than paint an image of a ‘Latin American economic success story’, the protestors aim to call attention to the deeper issues highlighted in, for example, a 2017 UN report that labelled Chile ‘the most unequal country in the OECD.’  

The bottom line of public clamour is one of deprivation and marginalisation in an effort to reach a semblance of social equality in the face of a fundamentally divided society.

The socioeconomic foundations lurking behind these headlines prove to be illuminating. The enduring legacy of former military dictator General Augusto Pinochet is one pervasive in contemporary analysis of Chilean society, in which a gaping wealth disparity – continuing to widen in modern-day Chile – has its roots firmly planted in Pinochet’s economic conceptualisations and implementations. The current reality is one of stratified and firmly demarcated inequality. A 55% employment rate, further jeopardised by the transitional and often temporary nature of elusive employment, has contributed to a wealth polarisation. Furthermore, it is not a single-faceted social outcry. In Temuco, for example, indigenous Mapuche protestors tore down a statue of Spanish conquistador Pedro de Valdivia. The bottom line of public clamour is one of deprivation and marginalisation in an effort to reach a semblance of social equality in the face of a fundamentally divided society where the combined wealth of Chilean billionaires is equivalent to a staggering quarter of the GDP for the entire country.

It is against this backdrop that in excess of one million protestors spilt out onto the streets of Santiago in one single day. In the face of staggering and leaderless social mobilisation, the governmental response has been counterproductive to the quenching of the blaze. Yet President Piñera has seen himself become a target for protestor ire; declaring a state of emergency- entailing curfews, troops and tear gas to crush and disperse protests- he has publicly appeared to condemn actions of a ‘violent enemy’. The billionaire Chilean president has been part of the maintenance of ‘laissez-faire’ economic models of the dictatorial era, a consistent feature of Chilean economic politics in recent decades. He is, to the Chilean population shouting in the streets, very much part of the problem.

The approval rate for the protests reportedly stands at approximately 84 per cent of the Chilean population.

Friday, 18th October marked an escalation from peaceful protest and fare-dodging to vandalism and property damage, and as metro stations were burned to the ground and mass looting took hold, the governmental response was one of panic and military force. This clampdown on protestors had not merely been controversial. The Chilean National Institute for Human Rights has filed lawsuits against the military, including for sexual violence and homicide, in a move that has only fuelled the support for the protestors. The approval rate for the protests reportedly stands at approximately 84 per cent of the Chilean population: a staggering percentage taking into consideration the scale of the disorder and disruption. An excess of 20 people have lost their lives in the past three weeks, in addition to more than 7,000 arrests and approximately 1,700 injuries incurred, a current estimate of $1 billion worth of damage and more than $1.4 billion losses to businesses does not appear to be heralding a restoration of everyday activity in the immediate future.

These protests have led to the cancellation of international summits due to take place in Chile, in a move certainly indicative of protestor success undermining the façade of such a ‘Latin American success story’. Piñera may have scrapped the metro rate increases, dismissed his entire cabinet and appeared on national television, but his attempts to control the protests have been drowned out by the popularised chant of ‘its not 30 pesos, it’s 30 years’. The inequality ingrained in Chilean society has reached a watershed, and it is difficult to predict what such protracted and widespread protests will set in motion in the coming weeks.

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